La publicidad, paralela a sus fines comerciales, siempre ha actuado como espejo de la sociedad. Probablemente como técnica de marketing, ha llevado el realismo hasta el extremo y hemos podido ver un poquito de cada uno de nosotros en esos carteles, tan cuidádamente confeccionados.
Una publicidad que encontró su clímax en los dorados sixties. Con EEUU como telón de fondo, la sociedad se encontraba inmersa en pleno auge capitalista, un momento en el que el mundo consumista causaba furor, y gran culpa de ello la tenían las agencias de publicidad colindantes a la Madison Avenue.
Una novedosa forma de comunicar que retrataba los comportamientos sociales más generalizados del momento. Una sociedad que respondía a los estereotipados cánones sexistas de la época, en la que la mujer quedaba relegada a un segundo plano, en cada una de sus facetas, salvo en lo concerniente al hogar, donde ocupaba un aventajado primer puesto.
No obstante, la publicidad, además de su función como espejo social, también actúa como vehículo inductor, implícitamente cumple una función social. Muestra, educa y crea modos de comportamientos que poco a poco son adquiridos por la sociedad, la cual le otorga una credibilidad absoluta. Sin refutaciones. Sin analizar la intención de ese spot, sin tener en cuenta su finalidad comercial y económica, que lo único que pretende es seducirnos con sus oníricas promesas que nos garantizan sensaciones plenas, a cambio de dedicarles nuestro tiempo, dinero y sentido de la lógica.
A menudo estos carteles nos despiertan una cierta nostalgia. Bien puede deberse al factor recuerdo de un tiempo pasado, o por la estética de su diseño, pero cuando observamos fríamente el argumento de la obra y desciframos la carga sexista que la envuelve, la añoranza se convierte en furia. En estas piezas publicitarias la mujer pasa de ser sujeto a objeto, en un abrir y cerrar de ojos. Retratos que, como reclamo, se sirven en sus primeros planos de féminas, a menudo desenvueltas en situaciones hogareñas, perfectas guardianas del hogar, y en los que se representa el peso que desempeñaba el núcleo familiar en la sociedad del momento.
Por su puesto todavía quedaba muy lejos la tan revolucionaria década de los ’80, en la que la mujer da un paso adelante, en la carrera por la igualdad de género. La etapa de apertura económica, social y cultural que vivió la sociedad del momento, permitió ese avance, la punta del iceberg, que todavía hoy continúa descubriéndose. Una transición de la que también se ha hecho eco la publicidad. Si bien, ahora las agencias de publicidad se la juegan si sucumben a este tipo de publicidad, tan llamativa a la par que denigrante. Y es que la presencia de entes como Autocontrol y otros organismos que velan por los límites de la publicidad son los principales agentes responsables de que ésta siga su cauce ético y comprometido con los derechos fundamentales de las personas. Algunos como Dolce & Gabbana, pese a que conocen bien las reglas del juego, todavía hoy recurren a campañas frívolas y denigrantes en las que se exhibe a las mujeres como meros objetos, en situaciones de peligrosa inferioridad. Algo que le lleva a la inmediata censura, pero con los bolsillos bien llenos.
Es importante crear una conciencia social entorno a la publicidad. Un canal de comunicación que alcanza límites tan infinitos no puede ser utilizado de manera tan ligera e intrascendente. Es aquí donde entran en juego la responsabilidad y el compromiso de las agencias de publicidad, las cuales tienen que valorar la importancia de realizar campañas que respeten los valores que imperan en nuestra sociedad.
A continuación, os mostramos una sucesión de míticos carteles que conformaban el imaginario de la publicidad vintage de época.