Momento de olimpiadas, época de emociones. Fechas en las que muchos soñamos a través de los ojos de otros lo que podría ser y no será.
A algunos nos toca conformarnos viendo cómo otros consiguen aquello con lo que resulta difícil hasta soñar. Pero lo hacemos con orgullo, con los pelos de punta cada vez que vemos a un deportista acercarse al sueño olímpico, a esos tres escalones que representan estar en el top raking, y más que eso… años y años de duro trabajo y de sacrificio que pocos pueden llegar entender.
Nos toca empujar desde casa, un empuje que no tiene reacción, aquí es donde la ley de newton sobre la aceleración “Cuando se aplica una fuerza a un objeto, éste se acelera” no se cumple, quizás porque es un empuje que se va más allá de lo físico.
Todo aquel que sea deportista habrá sentido esa sensación de alegría extrema, de incredibilidad, en la cual se te pone la piel de gallina y parece que las lágrimas empiezan a salir cuando has visto a Phelps ganar su oro número 21, sí 21 que lo hacen estar entre los 42 mejores países en el medallero histórico por países. O ese orgullo y reconocimiento al trabajo realizado cuando Mirella Belmonte toca la pared en primera posición tras pasar cuatro años en un sueño, del que que resulta difícil no despertar, para finalmente ver cómo su «sueño» tiene el final deseado.
Y es que las olimpiadas son mucho más que deporte, pues consigue que dos atletas de dos países como Corea de Norte y Corea de Sur rían juntas y se terminen haciendo un selfie que ha recorrido el mundo. Que un segundo clasificado llore de felicidad mientras se abraza al ganador, donde la competitividad transciende sobre la rivalidad para convertirse en amistad.
Son los Juegos Olímpicos, días de sueños cumplidos y espejos rotos, pero sobretodo días de emoción y sentimiento…